domingo, 1 de septiembre de 2013

Ides Kihlen, primera nota

Se levanta a las siete y no usa batón. Se pone directamente un delantal de pintar rojo, porque últimamente anda antojada con ese color. Se hace un café y lo lleva a su taller, que no es más que una desordenada habitación de su departamento de Recoleta o un “bochinche”, como dice ella, donde pasa la mayor parte del día. En el piso sólo hay una alfombra, o algo que alguna vez fue una alfombra y hoy es una gran mancha de colores, donde desparrama pomos de pintura y cuadros. Eléctrica, ágil, de escasos metro cincuenta y algo más de 40 kilos, Ides Kihlen no necesita más que eso. Porque el hecho de haber cumplido 85 años no va a hacerle cambiar su eterna costumbre de pintar tirada en el piso.

Ides tiene todo una vida como artista plástica. Pero esa fue su única ambición. Nunca quiso premios, ni concursos, ni reconocimiento, ni publicaciones.  Recién a los 85 años los acepta, con desgano, y las críticas la aplauden. Alumna de ilustres pintores, abstraída y pintoresca, Ides apenas se entera de lo que despierta su obra. Sólo quiere seguir trabajando.
Siempre pintó, dice. Nació en Santa Fe en 1917 y a los cuatro años ya andaba con lápices y papeles. “Después… no lo pude dejar más”, reflexiona. Se apuró con la primaria en el internado inglés para ingresar a los 14 años a la Escuela de Artes Decorativas. Mientras, rendía libre los exámenes del bachillerato y estudiaba piano en el Conservatorio Nacional. Compuso y grabó conciertos como pianista. También estudió psicología y escribió poemas. Antes, se cambió el nombre compuesto sueco que le pusieron sus padres por uno inventado por ella. A los 11 años,  propuso a la directora en el colegio primario que la llamaran Ides y así fue. Hoy, sólo en estricto secreto revela uno de los originales.
Ella es original. A los 30 años se divorció, cuando todavía eso era algo poco común, y entonces pintaba día y noche, hasta en la cocina. “Con mi pintura y mi piano era feliz. No necesitaba más”, dice. Tuvo inseparables perros y gatos. Viajó e hizo muchísimos amigos. Y nunca fue al médico, más que cuando nacieron sus dos hijas, Silvia e Ingrid. Todas las semanas mide que las polleras no le ajusten la cintura para regular su dieta. Porque más que coqueta le gusta estar ágil. Caminar treinta cuadras sin notarlo. O pintar tirada en el piso sin un almohadón, como cuando era chica. Y asegura que no se operó, aunque su cutis es blanco y suave, con apenas unas arruguitas.  Y confiesa que ama el champagne.
Hasta 1980 su obra fue figurativa. Pero entonces se cansó, empezó a buscar otra forma de pintar y la encontró en la abstracción. Nunca le interesó participar en concursos o exponer sus obras, pese a insistente reclamo de amigos y de los notables profesores que tuvo en su interminable recorrido de perfeccionamiento académico: Pío Collivadino, Emilio Pettoruti, André Lothe, Battle Planas, Keneth Kemble, Vicente Puig, Antonio Alice,  Adolfo Deferrari, José Antonio Merediz y Adolfo Nigro.
Recién en el 2000 un coleccionista vio sus obras por casualidad y la convenció para una muestra en el espacio de la Galería Arroyo en ArteBA. Las críticas fueron las mejores y se vendieron todas sus obras. El éxito se repitió en las tres exposiciones que le siguieron.
Ahora, renuente, aceptó que hicieran  un libro y una retrospectiva de su obra en el Museo Nacional de Arte Decorativo, que se puede visitar hasta el 3 de noviembre. La crítica de arte Mercedes Casanegra trabajó meses en “el bochinche” de su hogar para escribir los textos que acompañan las reproducciones de la publicación, porque la despreocupada Ides nunca se ocupó de conservar ordenados sus cuadros, ni les puso fecha, ni título, ni firma. Destruyó muchísimas pinturas, porque hizo tantas a lo largo de su vida que no tenía dónde ponerlas. “Me molestaba la cantidad. Cuando me mudé, lo que no me cabía en los placares, yo lo rompía”, dice resuelta, divertida, aunque añora obras que perecieron en el camino, y piensa rehacerlas, pero ahora con un perfil abstracto.
Nada le gusta tanto como pintar y a eso dedicó cada uno de sus días. Duerme con papel y lápiz a mano, porque a la noche sueña con colores y formas, y se despierta para anotarlos. Calcula que pasaron treinta años desde la última vez que fue al cine o a comer afuera, porque siempre está ocupada, reclaman sus hijas. Ni para año nuevo les dio el gusto de salir  a festejar con ellas. “Debe ser una adicción”, reflexiona.

María Paula Zacharías
La NAción, 2005

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