domingo, 1 de septiembre de 2013

Carpinteros

Los Carpinteros, el colectivo de artistas cubanos mejor cotizado del momento, protagonizarán una de las muestras clave del año en el Faena Arts Center. Apelando a la materialidad de oficios constructivos (albañilería, plomería, ebanistería), construyen piezas que tienen que ver con la situación en la isla no por lo que dicen sino por cómo se hacen.


Provienen de familias pobres del interior de Cuba. Llegaron a La Habana para estudiar arte. En tiempos de hambruna y escasez, crearon obras con lo que tenían al alcance. Se forjaron una identidad. Y salieron a exponer sus trabajos por el mundo. Hoy, Los Carpinteros son reconocidos internacionalmente y ya hay trabajos suyos en colecciones de museos líderes, como el Guggenheim de Nueva York, la Tate Modern de Londres y el Reina Sofía de Madrid. Ya consagrados, siguen produciendo objetos sorprendentes recurriendo a los lenguajes de los oficios más terrestres, más tradicionales, más primitivos: albañil, plomero, carpintero. Pero sus obras están cargadas de nuevos significados. Y, con humor, señalan contradicciones, sinsentidos, realidades, mundos posibles e imposibles.



Un poco de todo eso traerán a Buenos Aires, más concretamente a la muestra que inaugurarán el próximo 17 de mayo en el Faena Arts Center. Una avioneta atacada por flechas, un delirante sistema de alumbrado público y un apilamiento de casas de cartón ocuparán la enorme superficie del vanguardista espacio expositivo en Puerto Madero. Al mismo tiempo, se estará exhibiendo su obra Dos Camas en el stand de Faena Arts Center en ArteBA 2012.

Para explicar cómo llegaron a concebir estas producciones, Los Carpinteros charlaron con Clase Ejecutiva desde su estudio madrileño, donde piensan, producen y provocan desde hace dos años. Marco Castillo y Dagoberto Rodríguez hablan de sus orígenes, obsesiones y desvelos compartidos. Se conocieron en 1989, colaborando en ejercicios de clase. Todo empezó de manera casual. Eran estudiantes en medio de una crisis económica brutal. El Instituto Superior de Arte (ISA) era un refugio posible. Y ellos trabajaban para pulirse como artistas.

¿Cómo es ser artista en Cuba?


M.C.: En la época en que nos formamos, el arte no estaba orientado a la subsistencia sino a ofrecer un servicio a la sociedad. Nunca nos imaginamos que después el arte pudiera ser una cosa que se vende y produce otro tipo de satisfacciones, como nos pasa ahora. Esto empezó a mediados de los años ‘90, cuando Cuba se dolariza y tiene que hacer una apertura económica.

D.R.: Como estudiante, había ciertos lujos que no podías darte en el sentido simbólico. Había ciertos temas que no se tocaban, una especie de pacto de silencio entre los artistas y la sociedad: los temas relacionados con la situación del país, por ejemplo, producían una fuerte crispación. A finales de los ‘80, la mayoría de los artistas se habían ido de Cuba por chocar con la censura. Y la generación nuestra se vio obligada a no tocar ciertos tópicos, al menos entre estudiantes.

M.C.: Bueno, a no tocarlos de una manera obvia, en realidad. Porque el estilo del arte político de los ‘80 era un poco más agresivo, más explícito y quizá menos sofisticado: el objetivo era la guerra, la crispación. Nuestra generación surge en un ambiente de hambruna total y bajo un radar muy fuerte.

D.R.: No lo elegimos nosotros, la gente nos puso de nombre Los Carpinteros porque usábamos mucho la carpintería. Y, en ese contexto, fue perfecto que nos llamaran así porque éramos una especie de observadores exteriores de la situación de Cuba. Eso nos ponía en una posición no intelectual, exterior al mundo del arte.

¿Todo lo que producen siempre tiene carga simbólica?

M.C.: Siempre hay una preocupación. Es difícil ser un artista cubano sin que tengas ese estilo amargo de decir las cosas. Se convirtió en una tradición horrible, de hablar en un tono agridulce. Es una especie de lenguaje local.

¿Apelan mucho al humor?


M.C.: Eso dicen. Muchas veces, la gente mira nuestra obra con una sonrisa, pero no es el plato fuerte que queremos abordar. No es un efecto absolutamente controlado.

D.R.: No lo planeamos, lo juro. Nunca pensamos que sería una constante nuestra, una manera de abordar la creación. Creo que tiene que ver con cómo somos. Nos sentimos un poco expuestos a la hora de hablar respecto de cómo usamos el sentido del humor en nuestras obras.

M.C.: Hay cosas que sí estamos estructurando, tratando de llevar a cabo, pero hay otras que son muy psicológicas, que son parte de nuestra personalidad y de la del equipo, de cómo nos relacionamos. Y lo hacemos de dos maneras muy básicas: con broncas o jaranas. Entre una cosa y la otra, por ahí vamos sintiéndonos un equipo.

D.R.: Es que él es un pesado, además (risas).

Hasta 2003 eran un trío, junto con Alexandre Arrechea ¿Cómo sienten ese cambio de dinámica?


D.R.: La geometría entre dos personas es mucho más volátil. Cuando éramos tres, el tercero actuaba como juez. Había democracia: el tercero apoyaba a uno u otro y eso generaba estabilidad. Ahora lo hacemos buscando un tercero entre distintas personas, en el estudio, en la familia...

M. C.: Un trío es una mesa de tres patas que siempre se equilibra. Un dúo es difícil, pero también es más enérgico.

¿Cómo eran sus primeras obras?

D.R.: No podíamos darnos el lujo de disponer de demasiados materiales. Sólo podíamos elegir lo que tuviéramos a disposición en la escuela, casi siempre madera. Por eso nuestras primeras obras parecen muebles y pintura.

M.C.: Cuando éramos estudiantes, trabajábamos en los barrios más exclusivos de La Habana, la zona más bonita. El ISA está emplazado en el Habana Country Club. Tras el triunfo de la Revolución, la alta clase social cubana se fue en estampida y abandonaron sus casas. Y nosotros paseábamos por ahí, maravillados con los materiales que había. Por entonces, muchos entraban a sacar cosas, así que decidimos robar nosotros también, pero para hacer obras de arte. Éramos como antropólogos de una clase social que no existe desde hace medio siglo y que no sabemos si algún día volverá a Cuba.

D.R.: Era como ir a Roma, Pompeya... Todo ya pasado de moda y corrupto por la vegetación. Había unas maderas preciosas, frutales, caoba, cedro... Teníamos una fascinación, una obsesión. Terminábamos las clases y nos íbamos a las casas.

M.C.: Por eso nuestras primeras obras eran una especie de muebles medio barrocos, pinturas muy del siglo XVIII.

¿No había dónde ir a comprar madera, entonces?

M.C.: Al día de hoy todavía no hay. No se pueden comprar materiales de construcción: todo es por contrabando o robado. No hay demasiadas opciones, y siempre corres el riesgo de que te encuentre la policía y te confisque la mercadería, como nos pasó a nosotros. Una vez compramos un camión de una madera buenísima y nos la incautaron.

¿Los materiales siguen siendo un problema para los artistas en Cuba?

M.C.: Y van a serlo por mucho tiempo.

D.R.: Pero nosotros pensamos que, para hacer una obra de arte, estas situaciones te ayudan a inventar.

M.C.: Nosotros convertimos este problema en un lenguaje, que sigue hasta hoy.

¿Tuvieron una etapa en la que la pintura era importante?

M.C.: Fue al comienzo. Combinábamos la madera con una especie de performance. Cuando talábamos un árbol ilegalmente, este tipo de pintura nos ofrecía una documentación, un registro al óleo, como si fuéramos personajes del pasado.

¿Era común el arte autorreferencial en ese contexto?

M.C.: Era un mecanismo conceptual que inventamos. Lo que yo hacía era documentar el trabajo de otros. Ellos hacían trabajo de carpintería, como servicio a los demás.

D.R.: Montamos una gran exposición, donde la gente llevaba lo que quería que le reparásemos. Éramos una especie de Robin Hood: les fabricábamos muebles, pintábamos sus casas, hacíamos cuadros a pedido.

¿En qué momento dejaron de lado la pintura y se fascinaron con los oficios?

M.C.: Ya habíamos logrado crear un lenguaje cuando desaparece la pintura al óleo para crear esos objetos con un trasfondo político y social, y aparecen las acuarelas, que eran fantasías de ideas que queríamos desarrollar. No las construíamos pero quedaban registradas.

¿Otra etapa comienza, a nivel creativo, cuando empiezan a viajar por el mundo?

D.R.: El primer viaje que hicimos fue en 1994. ¡Y aquello fue como un viaje a la Luna! Recuerdo que el olor nos parecía rarísimo, a desinfectante, perfumes, detergentes... Una sensación muy rara. Era el olor del mundo artificial.

M.C.: Llevábamos 40 años aislados. Para nosotros, muchas cosas eran nuevas. Estábamos acostumbrados a los olores naturales: la madera, el sudor. Llevamos dos años en Madrid y ¡ya estamos hartos de este olor! Pero siempre volvemos a Cuba.

Entonces, ¿no son exiliados?

D.R.: Para nada. Tenemos casas en Cuba, familia, una conexión muy estrecha. Pasamos tres o cuatro meses al año en Cuba, exponemos cada dos años, vienen colegas a visitarnos.

¿Entrar y salir de la isla ahora es más fácil?

D.R.: Sí, pero ha sido un coñazo por años. Ha hecho que mucha gente tome la decisión de no regresar jamás porque es engorroso, lo cual es muy dramático. Cuba ha perdido gente muy valiosa, mucho talento. Es muy triste.

Al llegar a España, ¿se produjo un cambio en sus obras?


D.R.: Los objetos ya habían sufrido una transformación importante a finales de la década de los ‘90: muchos se hacían en Los Ángeles o en San Pablo. El hecho de estar en Madrid nos permitió volver a intervenir en la obra nosotros mismos, porque durante años lo hacíamos por correo electrónico.

¿Cómo fue eso para ustedes, tan ligados a lo artesanal?


M.C.: Nos obligó a pensar la obra de otra manera. Aprendimos que hay otra forma de trabajar y es con artífices, arquitectos, fabricadores y mil especialistas.

M.C.: Esto nos ha permitido ampliar el horizonte. No nos quedamos como artesanos enamorados de su objeto todo el día en el taller, sino que surgió una actitud quizá más cínica.

D.R.: Si vamos a trabajar con pan, contratamos a un panadero. Trabajamos tantos tipos de materiales y tantas profesiones... Eso sí, nos hicimos aficionados de esos almacenes gigantes que hay por acá donde venden materiales de construcción.

M.C.: ¡Son nuestros nuevos templos!

¿Creen que sus obras se han vuelto más conceptuales, se han despegado de la situación de Cuba?


M.C.: Hay un despegue notable. La estructura del país sigue siendo la misma y, por lo tanto, la crítica también. No es que no se deba criticar pero, desde el punto de vista creativo, es un ejercicio poco excitante. Nos quedaron los mecanismos psicológicos, que no controlamos ni queremos hacerlo. Pero la militancia política no nos interesa para la obra.

D.R.: No podemos convertirnos en reporteros de una situación interminable. La manera en que nuestras obras están construidas tiene que ver con Cuba, no por lo que dicen sino por cómo se hacen.

M.C.: Nos interesa esa sustancia ideológica que detectamos en los objetos que no son fabricados con esa intención, sino con una función práctica.

D.R.: Ningún elemento es inocente. Todos tienen un paisaje, son un espejo de quién lo hizo y para qué lo hizo.

M.C.: Todo objeto está cargado de ideología. Y nosotros tratamos de sustraer esa esencia y aplicársela a lo que hacemos, mezclarla, manipularla, quitarle voltaje, bajarle volumen.

¿Qué leen? ¿Cómo se inspiran?

M.C.: Siempre estamos investigando lenguajes, tecnologías, pero también hay muchas lecturas de noticias. Tiene que ver con una actitud alerta, de estar atentos a lo que está pasando.

D.R.: La inspiración es algo muy extraño. Se nos va la vida traduciendo lo que vemos en otro tipo de lenguaje. Es un trabajo de 24 horas al día.

Razones de un desembarco
Castillo ya conoce el país. Para Rodríguez, en cambio, será la primera visita. Verán la muestra casi el mismo día de la inauguración, porque las piezas fueron casi todas confeccionadas en Buenos Aires y San Pablo. Sucede que, desde hace un tiempo, viven arriba de un avión. Este mes, ya estuvieron en Suiza, presentando una exposición; luego recalaron en su estudio de Madrid. Más tarde, protagonizaron la jornada más memorable de la 11º Bienal de La Habana con una performance que fue, literalmente, un corso a contramano. Y pasado mañana, copa en mano, se los verá en plan de vernissage porteño.

Van a mostrar en Buenos Aires una avioneta muy impresionante, atacada a flechazos.

D.R.: Es sobre un choque cultural. Es una reflexión sobre algo que ha sucedido realmente. No es totalmente ficticio.

M.C.: Lo importante es la historia que le pudo haber pasado.

D.R.: Las flechas son reales, hechas por aborígenes de Brasil. Y no es una circunstancia demasiado extraña, hemos visto en la revista National Geographic una imagen muy similar.

¿Qué otra obra van a presentar?


D.R.: Una obra nueva, llamada Sistema de alumbrado público. Los postes tienen la maleabilidad y la vulnerabilidad de un cable. Ponemos en entredicho a esos símbolos del crecimiento económico que son las avenidas con grandes tendidos eléctricos.

M.C.: Por abajo están interconectados, como si fueran algo que está creciendo, algo orgánico.

¿La tercera obra alude a la ciudad?


D.R.: El Barrio es una reflexión sobre el urbanismo, el espacio donde transcurre la vida. Son casas como las que se hacían en los años ‘70 en los barrios pobres, en todas partes, genéricas, como un código universal. Pero estarán hechas de cartón.

M.C.: Casas muy básicas que nosotros hemos traducido al lenguaje de la caja. Se arman como si las hubieses comprado en Ikea. Las vamos a apilar en plan desorganizado, como si se hubieran caído de un camión y van a llegar casi hasta el techo.

¿Cómo opera el contexto de Puerto Madero en estas obras?


M.C.: Es una exposición que habla de civilización, crecimiento, choques culturales, cosas importantes en la Argentina y en los países de Sudamérica. No son piezas complacientes ni para deleitar, de ninguna manera. Son para pensar, fuertes visualmente.

D.R.: Esta exposición parece surrealista, son objetos muy extraños. Pero, para los argentinos, son de un lenguaje corriente porque hablan de cosas que suceden.

En ArteBA se va a ver la obra Dos Camas, ¿qué representa?

M.C.: Pertenece a toda una serie de camas en actitudes extrañas. Es una cuestión privada. Pero todas tienen algo de públicas, son como autopistas, montañas rusas.

D.R.: La cama es uno de los lugares más sociales del planeta. La que se verá allí tiene algo de autopista, pero también una actitud muy humana, de una persona que pasa la pierna sobre otra.

¿Qué presentaron en la Bienal de La Habana?

M.C.: Una performance. Fue la segunda que hicimos en toda nuestra historia. Se trató de una comparsa, algo muy común en Cuba. Pero esta, en vez de arrollar hacia adelante, marchaba para atrás. La música estaba escrita al revés, el vestuario fue negro y, en vez de tul, llevó imitación de pelo humano afro.

D.R.: Los 100 bailarines hicieron unos movimientos muy raros, porque la coreografía era marcha atrás. Estos bailes callejeros siempre han sido usados para hacer campañas políticas. Es algo festivo, que nadie puede detener. Pero nosotros le hemos cambiado el sentido y la bautizamos Comparsa Irreversible.

¿Es un símbolo de su carrera eso de ir contra la corriente?
M.C.: En una época de artistas conceptuales que trabajan con elementos más fríos, como la fotografía, decidimos ser unos artistas jóvenes más barrocos. Desde ese punto de vista, sí: hemos arrollado para atrás.

Texto: María Paula Zacharías

"Todo objeto tiene ideología"

09-05-12 12:16

EL Cronista


http://www.cronista.com/claseejecutiva/Todo-objeto-tiene-ideologia-20120509-0103.html

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