lunes, 2 de septiembre de 2013

Carlos Paéz Vilaró

Carlos Páez Vilaró cumple 90 años y le rinde tributo al blanco, como punto de partida de su arte y lienzo de sus recuerdos
Por   | Para LA NACION

La misma imponente altura. Los mismos ojos claros, soñadores e inquietos. El porte de guerrero, capaz de revolver cielo y tierra de los Andes para encontrar a un hijo perdido. La misma irrefrenable pasión por hacer, pintar, crear y dibujar que compartió con Picasso, Dalí, De Chirico y Calder en sus talleres, y que lo llevó a internarse en leprosarios, conventillos y aldeas zulúes. Carlos Páez Vilaró cumple 90 años, que no se le notan. Mientras habla se distrae con una hoja en blanco, esas que lo seducen tanto como una mujer. Esas que le disparan la imaginación y le sugieren colores y formas, como las esculturas habitables que son sus casas en Punta Ballena, Casapueblo, y en Tigre, La Bengala. A la ausencia de color tan tentadora dedica la muestra que inauguró en el Museo de Arte de Tigre, con su obra reciente, en la que no aplica colores de base, sino que deja ver la tela desnuda. "El blanco es el motivador de todas mis pinturas. Yo veo el blanco y ahora mismo me gustaría estar pintando. Es inexplicable. Me llama a llenarla de colores", dice.


¿El blanco es una excusa para recordar?
Quizá porque llegué a los 90 años me parece que poner el color sobre el blanco es como rescatar la juventud adormecida: colores fanfarrones, delirantes, fuertes e inventados hicieron la base de esta exposición. Ha sido una valentía, porque no hay cosa más linda que llenar la tela en su totalidad. Pero aquí dejé que los colores navegaran en ese espacio tan libre como es el blanco. El capitán del barco (he navegado mucho) entra en un confesionario al tomar el timón. El marino va recolectando el pasado. En la pintura pasa lo mismo. Cada cuadro es un motivo de inspiración y recuerdo.
Puesto a recordar, ¿con qué se encuentra?
Mi vida ha sido siempre un intento. Intenté la pintura sin maestros, intenté la cerámica sin ser alfarero, intenté la arquitectura sin ser arquitecto, intenté la música y la cinematografía sin saber filmar. De golpe, en África me vi con una cámara en la mano tratando de capturar imágenes de sus revoluciones. He sido una aspiradora. Traté de capturar todo aquello que me interesaba: los ojos de las mujeres del Cairo, las canoas de Senegal, los tambores del Congo... Todo eso me ha dado el poder para pintar. Y estoy feliz de llegar a esta edad con ganas de seguir. Ahora mismo me parece que pierdo el tiempo, que podría estar pintando un cuadro. Es como un vicio, una ambición. Soy un hacedor. Creo más en el intento que en el hallazgo. Yo a los jóvenes siempre les digo: tírense al océano sin saber nadar. Antes de arrepentirse... Yo me arrepiento de no haber sido ciclista. O tenor en la Ópera. Tengo amigos que se arrepintieron, que estudiaron arquitectura y terminaron siendo taximetristas por no haber intentado lo suficiente.
En sus viajes realizó casi cien murales. ¿Toda su obra está dispersa por el mundo?
Ha quedado obra en mi camino, he dejado un mural en cada lugar que caminé, como un testimonio de mi pasaje. Al final de mi largo viaje pienso que mis murales se unen como un cinturón para apretarle la barriga al mundo. Es difícil reencontrarme con obra mía de hace muchos años. Toda mi vida fue un trueque. Necesitaba un pasaje de avión, un cuadro. Tenía que ir al dentista, un cuadro. He ayudado a muchos amigos que lo necesitaban con cuadros. Y he intercambiado. He sido un dador de obra. Le he puesto el precio de mis necesidades de cada momento. Y eso me ayudó durante treinta, cuarenta años a vivir.
¿La pintura es su mayor amor, entre todas las disciplinas?
Pintar de color me alegra la vida. Le pongo color a lo que hago como salsa a la comida. La he tomado de excusa para entrar al candombe de los negros de Uruguay, para llegar a las mujeres de los cabarets de San Pablo y vivir con los negros africanos. Estoy muy feliz de algunos logros. Sólo que cuando observo mis cuadros no puedo creer haberlos pintado yo. Es tanta la obra... Y cada una refleja algo de mi vida. El dolor y la alegría.
¿Dónde reside actualmente?
Yo soy del medio del río. Mi primer intento de trabajo fue en la Argentina, en la Fabril Financiera, de Barracas, y en una fábrica de fósforos en Avellaneda. Yo era un muchacho lleno de ganas de viajar y de vivir, de sostener a mi familia, y como buen valiente me tiré a cruzar el río. Porque para los uruguayos el río es una tentación: queremos saber si lo que dice Gardel en sus tangos es verdad. Así que crucé a Buenos Aires, en una noche llena de tristeza por haber dejado a mis padres. En Avellaneda toqué el timbre de una fábrica. Y la puerta se abrió mágicamente. A los uruguayos nos quieren mucho. Tuve mi primer empleo, ganando 30 centavos la hora. Después partí a Córdoba, recorrí la provincia vendiendo velas con mi valijita. Y luego, en la Fabril Financiera, se me abrió el universo del arte. En esa imprenta conocí a grandes dibujantes: Lino Palacio, Dante Quinterno, Divito... Yo los admiraba. Quería ser como ellos.
Y después, ¿de vuelta a Uruguay?
Lo encontré aburrido a Montevideo, con tristeza de tango. Sentía que no me servía para lo mío y que tenía que volver a Buenos Aires. Cuando tomo esa decisión, veo pasar una comparsa de negros. Una pequeña comparsa, tocando con pasión. Me emocionó tanto que decidí quedarme e internarme en ese mundo de afrodescendientes, en sus conventillos, como el Mediomundo, donde tanto trabajé. Viajé a todos los países latinos donde los negros tenían presencia, hasta que inevitablemente terminé en África. Visité país por país, hasta el Congo. Pinté el palacio del presidente zulú y pasé grandes momentos. Y otros difíciles, como cuando fui víctima de una persecución: pensaban que lo de oriental del Uruguay era por comunista y me querían fusilar. Era buen atleta entonces, así que logré correr y escapar en barco.
¿A qué lugar le gustaría volver?
Ahora he iniciado un viaje interior. Tiempo de reflexionar, pedir perdón por los errores cometidos y sonreír ante los hallazgos. Pero de todos los viajes que he realizado, de todos los lugares, Tahití es mi gran amor, de donde tengo grandes recuerdos. Me gustaría volver allí a descansar largas temporadas, pidiéndole disculpas a Gauguin por profanar su entusiasmo por las islas. Vivo entre la Argentina y Uruguay, pero con la mente en Tahití, por más que África me marcó como una vacuna. África es el dolor. Y la Polinesia, el amor.
¿Cuál ha sido su motor?
Mi mujer, Annette Deussen. Es una locomotora imparable. Es la base de todo lo que hago. ¡Tiene tanto mérito! Llevamos casi 40 años juntos. Detrás de todo lo que firmo está ella, con ese espíritu alemán maravilloso. Me dio tres chicos argentinos, que se hermanan con mis tres chicos uruguayos. Nos conocimos en Casapueblo. Ella apareció con un grupo de viajeros alemanes, de esos que van de hostel en hostel con su mochila. Me deslumbró con su belleza y su frescura.
¿Proyectos?
A mí me habría gustado muchísimo hacer un proyecto de arte para no videntes. No puedo comprender que el hombre pueda vivir una vida sin saber lo que es el color. Yo aportaría ideas: que entraran a un circuito dinámico por un tobogán, recibieran caricias con papel, olieran perfumes. Me habría gustado hacerlo.
¿Usted sueña en colores?
No, en blanco y negro. Mirá qué cosa.
  • Más datos: La muestra El Color de mis noventa años se puede ver hasta fin de julio en el MAT, Paseo Victorica 972, Tigre.
Domingo 21 de julio de 2013 | Publicado en edición impresa
http://www.lanacion.com.ar/1602965-un-viaje-en-colores
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